He visto fermentar las enormes lagunas
en cuyas espadañas se pudre un Leviathán
y he visto, con bonanza, desplomándose algunas
cataratas remotas que a los abismos van...
Vi el sol de plata, el nácar del mar, el cielo ardiente,
horrores encallados en las pardas bahías
y mucha retorcida y gigante serpiente
cayendo de los árboles, con fragancias sombrías.
Quisiera yo enseñar a un niño esas doradas
de la onda azul, pescados cantores, rutilantes...
Me bendijo la espuma al salir de las radas
y el inefable viento me elevó por instantes...
Fuí mártir de los polos y las zonas hastiado;
el sollozo del mar dulcificó mi arfada;
con flores de amarillas ventosas fuí obsequiado,
y me quedé como una mujer arrodillada.
Igual que una península llevaba las disputas
y el fimo de chillonas aves de ojos melados,
y mientras yo bogaba, de entre jarcias enjutas
bajaban a dormir, de espaldas, los ahogados.
Y yo, barco perdido entre la cabellera
de ensenadas, al éter echado por la racha,
no merecí el remolque de anseáticas veleras
ni de los monitores, nave de agua borracha.
Humeante, libre, ornado de neblinas violetas
segué el cielo rojizo con brío de segur
llevando—almíbar grato a los buenos poetas—
mis líquenes de sol y mis mocos de azur.
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Paul Verlaine
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