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Los poetas malditos

los que el ingenio más encarnizado y feroz sólo dejaba paso franco a la crueldad más exquisita; el medalloncito consagrado a Mallarmé fué particularmente bonito, pero de una injusticia tal que a cada uno de nosotros nos irritó más y peor que cualquiera de las afrentas personales. Mas, por otra parte, ¡qué importaban, y qué importan aún esos entuertos de la opinión a Estéfano Mallarmé y a aquellos que le quieren como se le debe querer (o detestar)—inmensamente!» (Viaje de un francés por Francia.—El Parnaso contemporáneo)[1].

Nada hay que modificar en esta apreciación, de hace seis años apenas, y que además podría estar fechada con el día en que leímos por vez primera los versos de Mallarmé.

De entonces a esta parte, el poeta ha podido enriquecer su técnica, hacer más aún cuanto quería; ha permanecido idéntico a sí mismo— ¡de ninguna manera estacionario, santo Dios!--, fulgente con una luz graduada—de amanecer a mediodía, de mediodía a siesta—normalmente.

Por eso queremos, esquivando por ahora el fatigar con nuestra prosa a nuestro corto público, ponerle ante los ojos un soneto y una terza rima antiguos e incógnitos—creemos—con los cuales, al punto, quedará subyugado por nues-


  1. Desmintiendo sus previsiones, este libro de Verlaine ha sido publicado fragmentariamente.
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