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en su libertad. Los sucesos que contaron fueron tan diferentes, tan extraños y tan desdichados, que unos les sacaban las lágrimas a los ojos, y otros la risa del pecho.
En esto vieron venir hacia la isla hasta seis barcas de aquellas de quien Ricla había dado noticia; hicieron escala, pero no sacaron mercadería alguna, por no parecer bárbaro que la comprase. Concertó Ricla todas las barcas con las mercancías, sin tener intención de llevarlas. No quisieron venderle sino las cuatro, porque les quedasen dos para volverse. Hízose el precio con liberalidad notable, sin que en él hubiese tanto más cuanto. Fué Ricla a su cueva, y, en pedazos de oro no acuñado, como se ha dicho, pagó todo lo que quisieron. Dieron dos barcas a los que habían salido de la mazmorra, y en otras dos se embarcaron, en la una todos los bastimentos que pudieron recoger, con cuatro personas de las recién libres, y en la otra se entraron Auristela, Periandro, Antonio el padre y Antonio el hijo, con la hermosa Ricla y la discreta Transila, y la gallarda Constanza, hija de Ricla y de Antonio. Quiso Auristela ir a despedirse de los huesos de su querida Cloelia; acompañáronla todos; lloró sobre la sepultura, y, entre lágrimas de tristeza y entre muestras de alegría, volvieron a embarcarse, habiendo primero en la marina hincádose de rodillas y suplicado al cielo, con tierna y devota oración, les diese feliz viaje y les enseñase el camino que tomarían. Sirvió la barca de Pe-