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IV
INTRODUCCIÓN

La guerra se extendía por toda la haz del antiguo continente. España y Francia cubrían de sangre los campos de Pavía, en donde quedaba segada la flor de la nobleza que acompañaba á Francisco I, en el choque de dos ejércitos, impulsados, más que por los intereses nacionales, por enconados celos de dos soberanos altivos y ambiciosos.

Italia, que lleva entonces la bandera de la civilización en Europa, con sus poetas y sus políticos, sus artistas y sus filósofos, se agita estremecida y destrozada por las mayores revoluciones que narran sus anales. Allí, donde ejercen poderosa influencia en los ánimos las doctrinas y los escritos de los sabios, luchan la vieja escuela de santo Tomás con sus recuerdos de los Güelfos, y la del Dante con sus furores Gibelinos. Colonna busca en los reyes todas las virtudes ideales, y Petrarca sueña en patricios como Camilo y los Gracos, y Catón y Valerio Máximo. El libro de Gino Caponi proclama el viva quien vence y el egoísmo como código de la vida política. Maquiavelo, calumniado unas veces y halagado otras, delira con la unidad italiana, sin detenerse en los medios, y busca un príncipe, para conseguirla, capaz de vestir la piel de la zorra y la del león.

Despierta entretanto la escuela republicana en Venecia con Durantino , Cantarini y Garinberti , y fluctuando los ánimos, y turbadas las conciencias, y sublevadas las pasiones , vuelven los hombres políticos y de guerra en Italia, sus palabras y sus armas, tan pronto de un lado como de otro , y las ciudades son tomadas por asalto ó por sorpresa, y los ejércitos extranjeros entran y salen siempre en son de guerra en aquella clásica patria del arte y de la historia. Los combates entre los comuneros y las tropas del emperador Carlos V hacían estremecer á la nueva y vigorosa monarquía formada por la dichosa unión del caballeroso Fernando y de la noble y poética Isabel la Católica. Como desacordados esfuerzos de un mismo espíritu de libertad, al incendio de Medina, de donde son rechazadas las tropas de Fonseca, contestan las insurrecciones de Segovia y de la mayor parte de las ciudades de Castilla. La generosa causa de los comu- neros tiene nobles víctimas como Padilla y sublimes heroínas como doña María de Pacheco. A los combates de las calles de Toledo responden las batallas de Orihuela y de Valencia, y las Gemianías tienen también sus mártires , y por todas partes se levantan cadalsos. Los nobles vagan temerosos en derredor de las ciudades sublevadas, y los obispos buscan refugio en los hospitales, mientras desaparecen sus palacios envuel- tos en las llamas. La ciudad de los Césares es tomada por asalto; los sol- dados del Condestable de Borbón entran á saco, como los godos de Alarico, y el Papa queda prisionero de Carlos V, que manda al mismo tiempo hacer rogativas en toda la cristiandad por la suerte del Jefe de la Iglesia católica. Asoman los primeros reflejos del incendio de la guerra religiosa que debe pasearse sobre Europa. En nombre de la libertad de la conciencia humana, su- blevada contra los sucesores de san Pedro, fija Lutero en las puertas de la catedral de Witemberg sus famosas proposiciones como un cartel de desafío, y la Dieta de Worms y la confesión de Hapsburgo echan los cimientos del gran edificio de la reforma religiosa. Al calor de esa reforma nace en el campo católico la Compañía de Jesús, y Enrique VIII en Inglaterra sella con sangre de mártires el nacimiento de la Iglesia anglicana, al que debían contestar las hogueras encendidas por el duque de Alba en los Países-Bajos, y la espantosa jornada de la noche de San Bartolomé. Zwingle trastorna la Suiza, y Crammer la Ingla- terra, y Knox la Escocia, y Calvino la Francia y Gustavo Vvasa la Suecia. Las ciencias y las artes levantan, al reflejo de aquel incendio universal, colosos que pudieron haberle dado su nombre al siglo, si ese siglo no hubiera sido el de Carlos V y Felipe II, de Lutero y de san Ignacio de Loyola, de Cortés y de don Juan de Austria, de la conquista de América y de las guerras religiosas. Pero irradian allí las luminosas frentes de Eafael y Miguel Ángel , de Ariosto y de Ulrico , de Copérnico y Erasmo , de Cardano y Tartaglia , Maquiavelo y Rabelais, Camoens, Tasso y Cervantes, de Shakespeare y Ercilla, de Galileo, Keplero y Bacon. En medio de ese insólito movimiento , atraviesa aquella época histórica llevando sobre sus hombros el terrible peso de dos mundos, el hijo de doña Juana la Loca, el emperador Carlos V, quizá el soberano más poderoso de cuantos han existido sobre la tierra. Luchando con dificultades que parecían insuperables para hacerse jurar rey de Castilla y de Aragón, aquel joven monarca, que llega casi como un pretendiente á España, llena en pocos años con su nombre un siglo y dos mundos, y prepara la gran revolución política de la tierra, sembrando bajo la sombra de sus banderas y entre el estruendo de sus armas, el germen de grandes nacio- nalidades que deben dividirse el mundo en lo porvenir. Los estandartes del Emperador paseaban triunfantes en Europa, en Asia, en África y en América: ante él se inclinaban lo mismo los habitantes de las Antillas que los orgullosos magnates españoles; los astutos príncipes italianos y los soberbios señores alemanes. Cautivos suyos fueron el Pontífice romano , el rey de Francia y el de Navarra, los emperadores de México y del Perú, Muley-Azen, rey de Túnez, y muchos soberanos del Nuevo Mundo. La suerte de las naciones de ambos continentes estaba á su arbitrio, porque una palabra suya bastaba para hacer salir de la cubierta la espada de sus grandes capitanes; y cuando, cansado de glorias y de luchas, de triunfos y desengaños, busca en el retiro de una celda una tranquilidad imposible de conseguir,