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V
INTRODUCCIÓN

deja sobre el trono de España, como un espectro de su gloria y de su genio, al sombrío Felipe II, en cuyos dominios jamás se ponía el sol, que por medio de una política artera y misteriosa busca consolidar las conquistas de su padre, y sobre los campos de batalla, al bastardo don Juan de Austria, que arranca en Lepanto á los descendientes del profeta de la Meca hasta la esperanza de volver á reconquistar su influencia en Europa, y calma los temores de la cristiandad espantada, que miraba levantarse la media luna sobre las murallas de la ciudad de Constantinopla, más digna de llevar este nombre por la sublime muerte del último de los Constantinos, que por las fastuosas dilapidaciones de su fundador.

En siglo tan grande y en que tan estupendos acontecimientos pasaban, los reyes de España adquirieron por el derecho de conquista, consagrado por

Isabel la Católica

Alejandro VI, los fértiles y ricos dominios que en el mundo de Colón recibieron por la voluntad de Hernán Cortés el nombre de Nueva España.

Si poco habían costado los descubrimientos de tierras tan desconocidas á los Reyes Católicos, la conquista de ellas y de tan gran número de vasallos, costóles, sin duda, mucho menos[1]. No eran la España ni su monarquía las que de sus arcas tomaban las cuautiosas sumas necesarias para armar los bajeles y reclutar aventureros para empresas tan atrevidas. Subditos ó particulares, que contaban ó suponían contar con la autorización del soberano, acometían por propia cuenta aquellas peligrosas y fascinadoras aventuras que, emprendidas á impulsos de la ambición ó de la codicia y coronadas muchas veces por éxito favorable, enriqueciendo á la metrópoli, eran generalmente, para el caudillo que tal victoria alcanzado había, inagotable fuente de envidias, de disgustos, de ingratitudes y de persecuciones.

Exagerábase la munificencia de un monarca, cuando después de grandes dificultades y sobreponiéndose á las venenosas intrigas de la corte, premiaba al capitán que le había regalado un reino, dándole el título de marqués, permitiéndole usar un escudo de armas y consintiéndole el señorío de fracción insignificante en el inmenso territorio conquistado, y eso después de hacerle pasar por

  1. Ley XVII, tít. I, lib. IV.—Recopilación de leyes de Indias.