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traba en el infinito desierto del agua rutilante de sol, y su base se perdía a lo lejos, en la bruma espesa que ocultaba la playa. El viento traía de allí un denso olor, ofensivo y extraño en medio del mar puro y sereno y bajo el cielo de un azul límpido.

Clavadas en la arena, cubierta de escama de pescado, había unas estacas, sobre las que estaban extendidas las redes de los pescadores, cuya sombra formaba en el suelo a modo de telas de araña. No lejos, y fuera del agua, veíanse unas barcazas y un bote, a los que las olas, que lamían la arena, parecían invitar a irse al mar con ellas.

Había por todas partes remos, cuerdas enrolladas, capazos y barriles. En medio se alzaba una cabaña de ramas de sauce, cortezas de árbol y esteras. A la entrada, pendían de un palo nudoso unas gruesas botas con las suelas hacia arriba.

Coronaba todo este caos, en lo alto de una larga pértiga, un trapo rojo que hacía ondear el viento.

A la sombra de una de las barcazas estaba acostado Vasily Legostev, el guarda de la lengua de tierra, puesto avanzado de la pesquería del comerciante Grebenchekov. Boca abajo, y con la cabeza apoyada en las palmas de las manos, dirigía los ojos a la lejanía del mar, y los fijaba en la línea apenas visible de la playa. Allí, sobre el agua, divisaba un puntito negro, y observaba con satisfacción que iba creciendo por momentos, aproximándose.

Entornando los ojos, heridos por el brillo des-