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lumbrante del Sol al reflejarse en las olas, se sonrió con alegría. ¡Malva llegaba! No tardaría en estar allí, en levantar tentadoramente, a impulsos de la risa, el pecho; en estrecharle con sus manos fuertes, pero suaves; en besarle, en contarle a gritos, espantando a las gaviotas, los sucesos recientemente acaecidos en la playa. Prepararían una magnífica sopa de pescado, beberían rodka, luego se tenderían en la arena, charlando y jugueteando amorosamente, y cuando anocheciese, hervirían te en la tetera, lo tomarían con apetitosos panecitos y se meterían en la cama... Así pasaban todos los domingos y las fiestas. Al día siguiente, al amanecer, la llevaría a la playa en un bote, a través del mar, aun soñoliento, cubierto de frescas tinieblas. Ella iría en la popa, medio dormida, y él remaría, con los ojos puestos en ella. Estaba tan mona, tan graciosa en tales momentos como una gata bien comida. Acaso se deslizaría al fondo del bote y se dormiría, acurrucándose, como sucedía con frecuencia.

Enervadas por el calor, las gaviotas, en fila, reposaban sobre la arena, con el pico abierto y las alas plegadas, o se abandonaban indolentes al balanceo de las olas, sin lanzar gritos, sin dar muestras de su inquieta condición rapaz.

Bajo la ardorosa caricia del sol, el pecho del mar se elevaba voluptuosamente. Languidecía el aire.

Le pareció a Vasily que en el bote que se