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Jacobo volvió la cara, de barba castaña y rizada, y, con ojos brillantes, dijo:

—¡Sí, ya estoy aquí!... Me gusta esto...

¡Qué mar!

—Bueno; ¿cómo encuentras a tu padre? ¿Ha envejecido mucho?

—No, no mucho. Esperaba hallarle más canoso. Apenas tiene canas.

—¿Cuánto tiempo llevabais sin veros?

—Creo que cinco años. Cuando se fué de casa tenía yo diez y seis.

Entraron en la cabaña, donde hacía calor y la estera exhalaba olor a pescado. Jacobo se sentó en un tronco de árbol, y Malva, en un montón de sacos. Entre ambos había medio tonel, que servía a Vasily de mesa. Una vez sentados, se miraron fijamente en silencio.

Así es que quieres trabajar aquí?—preguntó Malva.

—No sé... Si encuentro algo, me quedaré.

—¡Podrás encontrarlo!—dijo con firme acento Malva, fijos en el mozo los ojos verdes, enigmáticamente entornados.

El, sin mirarla, se secó con la manga el sudor de la frente.

Malva, de pronto, se echó a reír.

—Tu madre de seguro te habrá dado un sin fin de recados para tu padre...—inquirió.

Jacobo la miró con las cejas fruncidas y repuso:

—¡Claro!¿Por qué lo dices?

Malva
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