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sonreían y paseaban su mirada por las lejanías del mar.

Durante largo rato, los tres, pensativos, con—templaron el lento morir de la tarde.

Ante ellos se consumían, bajo la marmita, las últimas ascuas. A sus espaldas, la noche dispersaba ya por el cielo sus sombras. La arena amarilla se obscurecía; las gaviotas habían desaparecido. Todo en torno se tornaba suave, melancólico, acariciador. El ruido de las olas infatigables, al chocar con la arena, no era ya el ruido alegre de por el día.

—Bueno, ya es tarde. ¡Tengo que irme!—dijo Malva.

Vasily, lleno de embarazo, miró a su hijo.

¿Qué prisa tienes?—balbuceó con tono de enojo. Espera, no tardará en salir la Luna.

—No me hace falta la Luna. No tengo miedo.

Además, no es la primera vez que me voy de noche de aquí.

Jacobo miró a su padre y entornó los ojos para ocultar la sonrisa que brillaba en ellos.

Luego miró a Malva, que le miró a su vez, turbándole.

—¡Bueno, vete!—contestó Vasily, descontento y sombrío.

Malva se levantó, se despidió y echó a andar lentamente a lo largo de la lengua de tierra. Las olas, rodando a sus pies, parecía que jugaban. En el cielo se encendían, como trémulas flores de oro, las estrellas. La blusa roja se ale-