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de la camisa se le había desprendido y colgaba de un hilo; el cuello, desgarrado, dejaba al descubierto el blanco pecho, sudoroso, que brillaba al sol como si estuviera engrasado.

Su padre le inspiraba un sentimiento de desprecio: él le suponía más fuerte, y al verle arrodillado en la arena, erizado y lastimoso, amenazándo'e con el puño, se sonreía con la sonrisa condescendiente y ofensiva de un hombre vigoroso ante un adversario débil.

Mal rayo te parta! ¡Te maldigo para siempre!

Vasily gritó su maldición con voz tan sonora, que Jacobo, sin darse cuenta, miró hacia las barracas apenas visibles en la orilla opuesta, como si temiese que se oyera el doloroso grito de impotencia.

Pero allí sólo se veían las olas y el Sol. Jacobo escupió y dijo:

— Grita lo que quieras: el daño será para ti...

Pero ya que has movido todo este jaleo, oye lo que voy a decirte... para acabar de una vez.

— Cállate! ¡Vete! ¡Que no te vea más!—gritó Vasily.

—No volveré a la aldea... Pasaré aquí el invierno decía Jacobo sin hacer caso de los gritos de su padre, aunque no dejando de vigi ar sus movimientos. Estoy aquí mejor... No soy un imbécil para no comprenderlo...; aquí la vida es más fácil... Es uno más libre... En la aldea harías conmigo lo que quisieras; pero aquí...