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ambos tropezaban en los sacos, en el tonel, en un pedazo de madera que había en el suelo.

Parando con los puños los golpes de su padre, Jacobo, pálido, sudoroso, los dientes apretados, la mirada brillante como la de un lobo, retrocedía poco a poco hacia la puerta.

El otro le atacaba, agitando en el aire locamente las manos, ciego de cólera, los cabellos en desorden, erizado todo él como un jabalí furioso.

—¡Déjame! ¡Déjame! ¡Te digo que basta!—decía Jacobo con tono tranquilo y amenazador al mismo tiempo, saliendo de la cabaña.

El padre seguía aullando y atacando; pero sus puños tropezaban con los de su hijo.

—¡Cómo te acaloras!—le excitaba Jacobo, sintiéndose más hábil y no teniéndole ya miedo.

—¡Espera, espera! ¡Yo te enseñaré!...

Pero Jacobo saltó hacia un lado y echó a correr en dirección al mar.

Vasily corrió tras él con la cabeza baja y las manos extendidas, no tardando en dar un tropezón y caer boca abajo. Se levantó al punto, y se arrodilló, apoyando las manos en la arena. La lucha había agotado por completo sus fuerzas. Lanzó un aullido de dolor, de ofensa no vengada y de conciencia de su debilidad.

—¡Maldito seas!—gritó, alargando el cuello hacia Jacobo y escupiendo la espuma de rabia que cubría sus labios temblorosos.

Jacobo, apoyado en el bote, vigilaba atento a su padre, rascándose la cabeza dolorida. Una manga