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cuerpo. Se había tornado más pequeño. Se volvió, miró y gritó no se sabe qué.

— Maldito seas! ¡Maldito seas! ¡Maldito!—respondió Vasily.

El otro hizo un gesto de desprecio, echó a andar otra vez y desapareció de nuevo tras una colina.

Vasily siguió mirando en aquella dirección hasta que sintió dolor en la espalda, que habiéndo se sentado en la arena, donde descansaban sus manos, apoyaba en el bote. Quebrantadísimo, se levantó; el dolor que sentía en los huesos le hizo tambalearse. El cinturón se le había subido hasta cerca de los sobacos; lo desabrochó con sus dedos rígidos, lo miró un momento y lo tiró a la arena; luego se dirigió a la cabaña. Parándose ante un hoyo que encontró a su paso, se acordó de que en aquel sitio se había caído, y pensó que, de no caerse, quizá hubiera podido coger a su hijo. En la cabaña todo estaba patas arriba. Vasily buscó con los ojos la botella de vodka, encontrándola entre los sacos, y la recogió. Estaba bien tapada, y el vodka no se había vertido. El guarda, lentamente, la destapó, se la llevó a la boca e intentó beber; pero el cuello de la botella temblaba entre sus dientes, y el vodka corría por su barba y su pecho.

Tenía la cabeza pesada, el corazón oprimido y dolorida la espalda.

—¡Me voy haciendo viejo!—dijo en alta voz, sentándose en la arena a la entrada de la cabaña.

Ante él se extendía el mar, inmenso, lleno de