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fuerza y de belleza... Las olas reían, sonoras y alegres, como siempre. Vasily contempló largo rato el agua y se acordó de las palabras ávidas de su hijo.

"¡Si todo eso fuera tierra! ¡Y tierra fértil! ¡Y si se pudiera labrar todo!" Sintió una angustia devoradora. Se frotó fuertemente el pecho, miró alrededor y exhaló un suspiro profundo. Su cabeza se inclinó hacia delante y se encorvó su espalda, como bajo el peso de una grave carga. Tenía un nudo en la garganta, que le ahogaba. Tosió y se persignó, alzando los ojos al cielo. Le asaltaron pensamientos tristes.

Dios le había castigado con la rebelión de su hijo, por haber abandonado, arrastrado por una muchacha, a su mujer, con la que había vivido en trabajo común más de quince años. Sí, Dios le castigaba y él lo merecía.

Su hijo le había infligido una grave injuria, le había herido cruelmente en el corazón y él deseaba matarlo. Y todo, por qué? ¿Por una mujer que llevaba una vida vergonzosa! Había sido un gran pecado amigarse con ella, olvidando a su mujer y a su hijo, y Dios, en su santa cólera, se lo recordaba, se valía de su hijo para aplicarle un justo castigo. Sí, Dios le castigaba.

Vasily, sentado, encorvado, se persignaba y guiñaba los ojos. sacudiendo las lágrimas.

El Sol se hundía ya en el mar. Los fulgores rojos del atardecer se apagaban lentamente en el cielo. De la lejanía silenciosa llegaba un viento