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a una hermana, como se quiere un ser que endulza nuestras horas amargas, y que en mis largas noches de insomnio, en que me domina el dolor de los recuerdos, ella, siempre cariñosa y dulce, en vez de sentir celos de «la otra», me acaricia y consuela, y llora

conmigo mis penas.

vI

Muy seguido hacemos excursiones; al ano- checer tomamos nuestros faroles, y apoyada mi frágil musmé en el brazo, caminamos lentamente, conversando, o cantando a media voz. Algunas noches vagamos por las calles de Nagasaki, desiertas desde la puesta del sol, y de vez en cuando, en alguna casa entre- abierta se oye el rasgueo de las guitarras.

Otras veces vamos por el campo, entre los caminos de musgo, aspirando el aroma de las flores silvestres, y oyendo el eterno cric-eric de los grillos. Luego volvemos <a nuestra casita, más apoyada Akella en mí, un tanto