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ANGÉLICA MENDOZA

—“¿Yo? ¿Y qué desea?”

— Vaya a vestirse.”

—“Pero, ¿para que? ¿Me llevan al Departamento?”

—“No, nó. Es la libertad.”

—“¡Cómo dice! ¿Oyeron, compañeras?”...

Me levanto desconfiada. Miro a mis cinco compañe- ras que están de pié en gesto de emotiva solidaridad. Salgo corriendo. Voy a la Ropería, arrojo el delantal, pido mis cosas.

Oigo que dicen:

—“¡Se vá la maestra !”

Subo al dormitorio tropezando con los escalones y riendo. La gallega Carmen mira que revuelvo el col- chón buscando mis medias.

—"¡No me revuelva la cama!”

¡Qué me importa! Salgo escaleras abajo y en el re- fectorio, cordial apretón de manos. Encarnación me mira con tristeza. Hace seis meses que aguanta el in- fierno.

Envuelvo en una última mirada la mugre humana cuyo atroz concubinato he vivido y me parece que tie- ne algo menos de terrible.

Lo último que veo en el patio es el gato persa. La Superiora me espera a la salida y me reintegra dos li- bros; la Historia del Materialismo de Lange que mis familiares llevaron para mi recreo intelectual. Su lectura rie fué privada.

Salgo a la calle y no sé dónde está el norte ni el sur. Los ómnibus corren frente y me pregunto dónde irán.

Me parece que por primera vez conozco el mundo.

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