ANGÉLICA MENDOZA
pupila vitalicia del Asilo, pues, prefiere permanecer de- tenida y ahorrar las multas.
—““¡Total :no las paga y a los dos o tres días está otra vez aquí! ¡La plata que se chupa Uriburu con la multa de las mujeres!”
Al pasar frente a unos bancos, dicen:
—“'¡Esta es la Plaza Lorea, por lo desierto!”
—“Esta de las vagas, es la Plaza Retiro”.
—"Y esta -— se refiere a mí — es la San Martín. ¡Aquí están las damas!”
En una azotea vecina, la ropa colgada mancha de blanco a la tarde. El viento hincha la ropa y le da fan- tástica y aérea apariencia humana.
El reaje ríe y comenta el color, la forma, el tamaño, de la parte humana a que está destinada la prenda que pende.
Sentada en un banco, sola, hosca, rubia, despeinada y mendiga está “Uriburu”. Conversa consigo misma y las interjecciones alemanas nratizan su expresión de la que surge claro sólo una palabra: “Uriburu”. Hay un cdio senil y paradójico contra quién puso una nota
caústica en el paisaje amplio, libre, desprejuiciado de su vida vaga... —“Ché, “Uriburu”; ¿dónde está Lugones?” Uriburu menea su cabeza despeinada y mira con re- sentimiento.
.ex.
— 22