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ANGÉLICA MENDOZA

Las furias que crearon los griegos debieron ser sus antepasados directos. Su villanía, es uña afilada para herir a las presas sociales. Es casada, pero odia al ma- rido.

Hay algo en la existencia de este refugio innoble, que adquiere cuando pienso, caracteres trágicos. Desde el umbral de una puerta, hacia acá, patio prostibulario; hacia allá claustro virginal.

Dos cauces de la existencia femenina, que inciden; dos aspectos de la deformación de esa vida que cohabi- tan bajo la protección del mismo Cristo. El bien y el mal cristiano. ¿No habrá alguna interferencia jamás?

Mujeres arropadas, que bisbisean en vez de hablar y su voz es un constante trémolo. Reparten su vida en el retiro de la celda, la soledad del rezo y la sociedad con las prostitutas.

Oyen las palabras más soeces y permanecen impasi- bles. ¿Indiferencia?

Ven las actitudes más obscenas y callan. ¿Ignoran- cia? Jamás su mano roza piel ajena. Algunas rebosan tal salud que se les escapa por los carrillos rosados y las caderas ampulosas. Huelen a vida acumulada.

Otras se van desdibujando con el esfumino de la cas- tidad. Pálidas y suaves viven para adentro, bebiendo a sorbitos la vida.

Nunca la realidad social, pudo presentar más eficaz- mente, el viejo mal de la mujer aherrojada en su escla- vitud de siglos: la virginidad y la prostitución.

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