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ANGÉLICA MENDOZA

bre; sino en aquéllas otras que nunca le conocieron y le amaron y que tras el vuelo místico de la oración vi- bra a la sordina, la carcoma de la neurosis.

Hoy es domingo. Es el segundo que vivo en el en- cierro. Toda esta gente ha corrido alborozada a la misa, ha entonado motetes y luego tomado su desayuno en una alagarabía de patic. Después se ha dado recreo.

Es neblinoso el día y la humedad se diluye en los cuerpos. La clase se ha convertido en un recinto mu- sical. Las mujeres, sin la obligación del silencio, se sienten libres y cantan. Las voces se elevan y huyen por las ventanas y van hacia el claustro.

Es un eco primitivo y simple.

El cantar, áspero, taladrante, se desmaya a veces en un tono trágico, de desesperanza, de angustia, de hon- da tristeza humana. Están presentes en las gargantas, todos los instrumentos a viento y metálicos de la or- questa; pero faltan las cuerdas que suavicen y equi- libren el aliento desgarrado con un soplo lírico. Es el cantar una queja humana que brota de las gargantas ríspidas, al entonar el estribillo: “Yo que te quise tan- to, tanto!”. La pasión que colorea al timbre, tiene tal potencia, que detiene un instante al espíritu, y el tango adquiere entonces, la significación dramática de un salmo reo.

Luego el tono se aclara y sus agudos ponen un matiz brillante que hace más vivaz, más animada a la canción.

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