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CÁRCEL DE MUJERES

tas, zapatos charolados, zuecos, zapatillas de lamé, al- pargatas, cabritilla coloreadas...

Miro entonces a los rostros. Ellas me ven y hay sor- presa en las miradas. Estoy de pie, y las dejo pasar. Todas ellas son para mí entonces, un sólo diseño de bestialidad vibrante. ¡Una sola faz torpemente asom- brada, un solo hocico femenino arrebolado de rouge!

Sigo a la procesión maquinalmente. Una monja apa- rece por una puerta; me vé detrás de la fila, hay asom- bro en ella, reacciona y me empuja con las manos, di- ciendo:

—-““¡Siga, siga! ¡Y no hable!”.

Y yo sigo y al pasar del claustro al patio me enfrenta una construcción ingenua y rústica. Una gruta inve- rosímil, de cuyo fondo verdinegro emerge el perfil de una imagen y a sus pies un estanquito de aguas mus- gosas se estría con el rojo vivo de los peces.

Miro el temblor de las aguas y tengo el loco deseo de mojar mis labios, de hundir mi cabeza en ella en busca de su caricia sedativa.

Una mujer, tal vez la última de la fila me observa. Nos hemos hundido el mirar y ella ha dicho:

--“¡Pase, no tenga susto! Todas las que venimos aquí salimos a los pocos días, si pagamos la multa. En- tre nomás!”

Me quedo dura, embotada. La cordialidad del saludo, me hunde en una desesperación curiosa. Hubiera reído si no comprendiera que el Asilo San Miguel acaba de saludarme por intermedio de Su Majestad la Prostitu- ción,

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