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ANGÉLICA MENDOZA


La hora es luminosa. Los rezos parecen suspenderse en el aire. Apacigua los ánimos la paz de la tarde y la primavera se hace corriente viva en nuestra piel.

Su Caridad reza. Ta voz es monocorde. Me parece que es rezar tan arcaíco, que viene de la más vieja mo- notonía del hombre.

Algunas mujeres conversan con voz queda:

—“¡No la hagan rabiar a la pobre monjita! Esta inañana vino con los ojos coloraos. De seguro que le hau dao un café, porqué es considerada. ¡La chismosa es la otra, la gorda colorada! ¡Todas le llevan chismes a la Superiora y cómo élla, la monjita, es la más santa, la castigan!”

—“¡Ché; pero nunca se queja!”

Encarnación viene a mí y me dice:

—““¿Se fijó, compañera, cómo está de caída, la Her- mana? Bueno, es porque la han tratado mal, porque se opuso a que golpearan las mujeres. Ella siempre las defiende. ¡Pobrecita !”

Miro a Su Caridad y veo su rostro desdibujado. Una lenta simpatía me invade; me impulsa. Ya estoy de pie y me acerco a su pupitre.

Ella me mira y se sonríe.

—“¿Está muy cansada de ésto?”

—“Algo. Lo que más me duele, es no poder leer. Me distraigo tejiendo.”

es YA