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y borradas, ni las pueden enmendar ni aun a las vezes remendar. Entre todas las vanidades, la mayor vanidad de todas es que estudian los hombres en cómo han de disputar, abogar, juzgar y hablar, y que ninguno se ocupa en saber cómo ha de bivir; mayormente que el bien morir depende del bien bivir. Los hombres que presumen de gravedad y se conservan en autoridad deven estar siempre muy avisados en que no los noten de capitosos (1) en lo que emprenden ni de mudables en lo que hazen; porque el mayor defecto que en un hombre se puede hallar es tenerle por mentiroso en lo que dize y por inconstante en lo que emprende. El de rostro vergonzoso y coraçón generoso ha de mirar lo que comiença y de lo que se encarga; y si fuere cosa justa y hazedera, deve morir y atrás no tornar; porque en los negocios muy dificultosos allí es do se hazen los hombres muy afamados. Si no fuera dificultoso y casi imposible Aquiles matar a Héctor, Agesilao vencer a Biante, Alexandro a Darío, César a Pompeyo, Augusto a Marco Antonio, Sile a Mitridates, Escipión a Aníbal, Marco Furio a Pirro y el buen Trajano a Decebalo, nunca aquellos tan ilustres varones fueran como son en todo el mundo nombrados. Viniendo, pues, al propósito, es de notar que el proverbio más usado entre los cortesanos es dezir a cada palabra: «A la verdad, señor compadre, quiero ya esta maldita de corte dexar e irme a mi casa a morar: porque la (1) Capitosos: terco, caprichudo o tenaz..