al estilo americano, literalmente más allá. Los márgenes estaban llenos de azucenas amarillas y los espacios claros reflejan montañas distantes. Se hizo de tarde y de noche. Las ranas y grillos despertaron su estribillo solitario y luciérnagas destellaron brillantes en la ciénaga. Cayeron algunas gotas de llovizna, que se convirtió en lluvia.
Llegamos al cauce largo entre los dos lagos por la noche, en la oscuridad total y torrentes de lluvia y nos cubrimos un rato bajo el pequeño puente, que apenas daba cabida al barco. Aquí era Tláhuac, una antigua isla villa o pueblo, en el centro del cauce. Esperar era inútil. Desembarcamos en la lluvia, compramos velas en una horrible tienda mantenida por indios tan solemnes como estatuas y empezamos a buscar alojamiento. Un mozo, nos precedió como una gran luciérnaga, cubriendo la vela encendida bajo un tapete de paja como mejor podía, para ayudarnos a evitar los charcos más profundos.
Nos recomendaron al Padre, como la única persona capaz de recibir visitantes de nuestra distinción y lo encontramos en un antiguo convento dominico amenazante en la oscuridad. Él nos recibió con muchas disculpas, nos dio una buena cena, manifestó interés en recientes chismes de México y nos puso a dormir alfombras de la iglesia en el piso de una habitación inmensa, vacía, con unas imágenes religiosas antiguas y trozos de muebles.
Cualquier molestia temporal de la noche de aventura fue ampliamente reparada para la hermosa brillante mañana del día siguiente. Encontramos Tláhuac como una especie de isla veneciana, un Torcello, por así decirlo, en el que alguna población de neozelandeses podrían haber puesto sus chozas de paja. La iglesia en el Centro tenía una de las habituales cúpulas