en los hombros. El coronel tenía una manera de colgar sus botas militares en tales ocasiones en el agua, para dejarme ver que tan bien estaban hechas; pero una noche, observé, no se las podía quitar, y a la mañana siguiente no se las podía poner. En un día atravesamos la cañada o garganta, de Cholitla, sobre un lecho arenoso que la inundación aun no había tomado; otro día, la Cañada del Zopilote. Nuestro viejo amigo del Norte, el árbol ailanthus, era común donde otras características naturales eran muy tristes y a menudo llenan el aire insufriblemente con su olor. Los tres ríos que cruzando nuestro camino estaban muy llenos en efecto, como se había previsto. Cuando llegamos a la amplia Mezcala estaba opaca con suelo rojo y pasando a veinte millas por hora. Nos transportamos a través de ella en una lancha plana guiada por un remo. No hubo ninguna tabla para ayudar en el embarque de los caballos, y uno de ellos cayó en tal pánico que causó un terrible combate de casi media hora. Fue finalmente echado a bordo, más muerto que vivo, con las patas amarradas.
"¡Ah, qué alma tienes!" Marcos le gritaba fervientemente a su animal, el cual nos había pateado casi a todo en el río; y perdió toda compostura en su furia, pidió prestado mi revólver, para poder despachar a tal bruto, de cuya propiedad se avergonzaba.
El Río Papagallo seguía, lo cruzamos en un bajo y los animales nadaron. Le pregunté al Coronel, en mi sencillez, si esto no era más o menos como la guerra, queriendo decir la forma del viaje, nuestra alimentación, durmiendo medio descubiertos y otros. Sonrió en desdén y me dio un esbozo de sus campañas en los días de la usurpación francesa. El Gobierno legítimo tuvo alguna vez muy poca presencia en el territorio que se llamaba Gobierno de Paso del Norte, desde el más lejano