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ANTIGUO MÉXICO Y SUS PROVINCIAS PERDIDAS.

Ella atendió nuestra mesa en Tierra Colorada. El coronel quiso saber su nombre.

"Victoria".

"¡Bien, tu nombre es Victoria!" dijo, con entusiasmo simulado. "¡que Cara simpática!" repitió a intervalos.

Dócilmente, y con ninguna sospecha de la burla, ella respondió, cada vez, "Mil gracias, señor.

"Da gracias al cielo, que te hizo así y no nosotros, que sólo lo reconocemos," contestó el coronel, piadosamente.

En La Venta de Peregrino la noche era caliente, y aun llovió todo el día. Un jardín de plátanos de veinte pies de altura creció junto a la casa como cesta de cañas donde paramos. Colgamos nuestras prendas húmedas y cosas en los palos del porche de paja o pabellón, hasta que parecía uno de esos establecimientos nacionales muy numerosos, casas de empeño. Perros, gatos, burros, caballos, cerdos y aves de corral, fueron espantados, cuando se convirtieron en demasiado familiares, con un enfático ¡Ooch-t! —se fueron al mismo refugio, como si hubiera sido el arca de Noé. Cenamos salsa de chile, polo duro, frijoles, tortillas, queso crema, café sin leche, esparcida sobre un petate en el suelo. El dueño en persona —un hombre en camisa bordada y pantalones de algodón, cuya discusión no era del tipo más sabio —mantuvo antorchas de pino para iluminar la fiesta.

"Ahora, ¿cómo sucede, hombre?," preguntó el coronel, como si de una manera especulativa, "que una persona de su fina apariencia; un estadista, como uno podría decir, que va a Dos Arroyos para ver quién va a ser electo alcalde" (el hombre había estado allí ese día, como nos dijo), "con una fina casa como esta— ¿cómo sucede?, digo, ¿que no tiene