El mar del "Norte" remanente todavía corría fuertemente hacia Vera Cruz, como si pudiera desbordarla. Era una pequeña Venecia lo que vimos cuando llegamos. Una media milla más o menos de edificios, compactos y sólidos, con viejas cúpulas y campanarios de rococó ennegrecido; la mayor parte amarillos, escarlata, rosa, verde y azul, en parches; un muelle de desembarco de piedra y un muelle de hierro largo, liviano proyectando desde ella. Al final del muelle desde una grúa había colgado un gancho de hierro, y a el la imaginación al instante se enganchó. Era la terminación del ferrocarril Británico a la capital. Por ese camino, con toda posible expedición, nos deberíamos salir de las insalubres tierras de la costa — la más exuberante Tierra Caliente— a las maravillas del interior.
A la izquierda un fuerte encastillado rojizo. Sin suburbios —ni señal de ellos—sólo largos, tristes tramos de arena. Mucho más abajo de la arena, con el blanco del mar rompiendo sobre ella, estaba el vapor inglés Crisolito, arrastrado de sus amarras por el vendaval y naufragó. Llegamos en la noche y nos unimos a un grupo de vapores y veleros rápidamente a boyas a sotavento de un arrecife de coral, en el que destaca el viejo Castillo de mala reputación de San Juan d'Ulloa. Esta deslavado parcialmente y en parte como ennegrecido por el tiempo y el polvo como el arrecife mismo.