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ANTIGUO MÉXICO Y SUS PROVINCIAS PERDIDAS.

da pasos adelante para empezar la escena final del drama con la gracia de un maestro de baile. Está vestido de cereza y plata, y su pelo esta hecho una cola, debajo de una negra corra peculiar de la profesión. En una mano lleva un manto rojo sangre, la tradicional muleta y en la otra una espada desnuda.

Matarlo es una obra de arte; no debe realizarse de cualquier manera vulgar. El matador mueve su manto rojo, invita al toro a acercarse, lo muestra envuelto en un palo, lo extiende y lo dibuja junto en el suelo con ambas manos, como un empleado exhibiendo a un patrón de alguna cosa nueva de tejidos ornamentales. El animal lúgubre, furioso por la memoria de todos errores, sus decepciones, sus heridas, acepta la invitación. Entonces el entusiasta estocador se mueve como relámpago y busca una parte vital. ¡Simplicidad fatal, fatal ignorancia! Seguramente hay abundantes moralejas que se desprenden de una corrida. La víctima piensa que el pañuelo rojo en la causa de todos sus problemas. Se espera que el consumado espada permanecerá bastante firme sobre sus pies y no se moverá mucho. Él debe mover principalmente sus brazos y cuerpo. Él debe herir pero poco; en esta etapa no debe haber ninguna torpe carnicería.

Continúa la obra fina. De repente la hoja toca un punto fatal, que fue objeto de todas las maniobras —la unión del cuello y la columna vertebral. El robusto toro tiene una mirada asustada, medio incrédula, sus ojo se atenúan, él trastabilla, cae sobre sus rodillas, medio se levanta nuevamente como un gladiador moribundo, sacude su cabeza de lado a lado, luego cae indolente, en toda su gran masa, en la tierra. El espada, con un fino aire de mérito consciente, se inclina, hay gritos, aullidos, silbatos y silbidos de deleite. Un ciudadano de las órdenes menores, con un gran sombrero encintado, en un puesto en frente de la primera fila, ruge lo suficientemente alto como para acallar a la banda.