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CARTA XVI.
EL MUSEO Y SUS ANTIGÜEDADES, CONTINÚA.


Ascendiendo por una amplia escalinata en el extremo oriental del patio, se llega al segundo piso del edificio de la Universidad, en el que se encuentra el Museo Nacional y las aulas asignadas a los estudiantes. En la planta baja, hay una capilla bastante mala y descuidada y el salón universitario o sala de recitación, el último de los cuales me recordó algunas de las salas monásticas finas del viejo mundo, con sus techos altos, altas ventanas, paredes oscuras, púlpito tallado y asientos de roble, castaño con las tonalidades de la venerable edad.

En la pared al final del primer descanso, al ascender al pio superior, hay una inmensa foto, que cubre la totalidad de la parte trasera del edificio. Representa una ceremonia de corte de la época de Carlos IV.; y por la fealdad de las caras y el semblante característico de todas las figuras, no puede haber ninguna duda de que es una representación fiel, tanto de las personas y el vestuario de la época representada.

El primer cuarto al que se entra a la derecha, es un gran salón que, al igual que todo lo público que he visto en esta República, está descuidado y empantanado. Alrededor de la cornisa cuelga una fila de los retratos de virreyes, en la apariencia rígida y formal de sus varios períodos. Algunos están en traje militar, algunos en sotana, algunos de civil y algunos extravagantemente lujosos, y galas del siglo pasado; pero ya sea por sabiduría, o maldad, la naturaleza invariablemente ha estampado un carácter decidido en cada cabeza.

En una esquina de esta sala reposan los restos de un trono, depositado entre la basura como si ya no tuviera valor en una República. Cerca de ella, sin embargo y en extraño contraste, está un bajo-relieve incompleto de un trofeo de libertad; y por encima de esto, contra la pared, en un burdo ataúd de tablas de pino brutas, cuelga una momia, excavada hace no mucho tiempo en los campos de Tlatelolco al norte de la ciudad.

Sin embargo esta sala no es totalmente sin interés, si puede inducir al guardián de abrir las persianas. La luz recae entonces sobre retratos de Fernando e Isabel al final de la sala, que son dignos del lápiz de Velásquez.

Pasando a la sala contigua, entramos en el Museo de antigüedades mexicanas,