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MEXICO.

día, según la urgencia del asunto y la capacidad de pago de los habitantes. Siendo la enfermedad la más egoísta de todas las demandas a la bolsa de un hombre, él puede más fácilmente librarse de ataques de la enfermedad por pago y oración, que por un médico y una dosis nauseabunda. Un trozo de madera pintada y una eyaculación oportuna, son mucho más apetecible que nuestra cara larga del médico incluso más amable.

Después de pasar por el pueblo de Tacuba, (ahora sólo notable porque aun permanecen unos pocos indios, entre los que hay parte de una pirámide mexicana, en la parte trasera de una fina Iglesia erigida por Cortez y un ciprés noble, sin duda de los días de Moctezuma,) subimos la colina entre la multitud creciente de personas a pie, en carretas, mulas y caballos. La iglesia está rodeada por unas miserables chozas de adobe, que apenas merecen el nombre de un pueblo; y al acercarnos al edificio nos vimos obligados a abandonar nuestro carro, a causa de la densa multitud de léperos e indios. Estoy seguro, que había no menos de siete mil entonces en el lugar.

Solo había un estrecho camino a la puerta de la Iglesia y en cada lado de ella había puestos, mesas, y petates de las clases más humildes, cubiertas con frutas, carnes secas y pulque—el último de los cuales, por el desparpajo de la lengua y el incesante zumbido de voces, debe haber fluido bastante libremente. Apostadores, también, no hacían falta: había un tipo con sus dados y una docena con monté—bolas rodando; cartas barajeando; vendedores ofreciendo sus mercancías; Indios hablando en dialectos mexicanos y Otomí; el alarido de mil bebés llorando—¡y las campanas repicando! Todos combinados para hacer una perfecta Babel de ruido, pero estoy en duda considerable si mis oídos sufrieron más que mi olfato.

Me abrí paso con los hombros a través de la multitud y entró en un patio grande frente a la iglesia, que alguna vez fue un edificio de buen gusto, rodeado por un corredor, con un techo sostenido por columnas robustas, encerrando un hermoso jardín. Todo está ahora en ruinas y los pilares de la mitad la tirado en montones en las esquinas, lleno de mugre y basura, con gigantescos magueyes creciendo en sus escondrijos.

Desde el campanario de la iglesia a la parte superior de la puerta, habían estirado cinco cuerdas y una gran flor hecha de seda, en la forma de una Granada, ascendía y descendía de cada uno de ellos, bajadas y subidas por hombres en la azotea del edificio. Entre estas flores había una imagen de Juan Diego, el indio virtuoso a quien la Virgen le dio la imagen milagrosa, que ahora está en el Santuario de Guadalupe. Juan, me imagino, era una especie de invitado de una Virgen a la otra y parecía disfrutar enormemente mientras era jalado arriba y abajo en la cuerda por los indios, que variaban su tarea jalando ocasional las campanas.

Cuando entramos en la iglesia la misa todavía no había comenzado y el edificio estaba relativamente vacío. De hecho, no lo encontré (excepto una vez durante el día) muy concurrido por indios, que parecían más satisfechos con su carne de cabra y el pulque en el aire fresco de afuera.