Una de las épocas más alegres en México es el Carnaval; y aunque las diversiones no son tan numerosas o espléndidas como las de Roma y Nápoles, hay vida más conmovedora y exposición pública de alegría y placer que en otras épocas del año, entre esta población seria y reservada.
Los teatros se convierten en salones y decorados con gran gusto; regularmente nombran maestros de ceremonias; y los palcos se llenan cada noche con el bello mundo—brillando con diamantes, mientras que el pozo y el escenario se cubren con grupos de enmascarados abigarrados. En los últimos años, la gente de moda se ha abstenido de participar en los trucos de mascarada; y así el piso se ha dejado principalmente a los peluqueros franceses, reposteros y molineros de la calle Plateros, que juguetean con tanta alegría como si estuvieran en la ópera de su amado París.
Una o dos veces fui testigo de estas diversiones; pero confieso que tuve suficiente de ellos, cuando, aventurándome una vez a pararme en una cuadrilla con alguna bella desconocida, me encontré a un negro enmascarado (líder de una de las orquestas de la ciudad) ¡tomar un lugar de relación con una mujer blanca! Me declaro culpable de un prejuicio contra tales exposiciones.
El carnaval sobre la—cuaresma se observado con considerable rigor hasta Semana Santa. Como las ceremonias de esa temporada no sin sus peculiaridades, daré algunas descripciones de ellos; y no sé como hacerlo mejor que por extractos de mi diario del periodo.
18 de marzo, viernes. Es la fiesta de la Virgen de Dolores. Es imposible rastrear muchas de las viejas costumbres de la iglesia, en un país donde el ritual es a menudo constituido por tantas nociones extrañas y fantásticas, excepto por suponer que la idea de los fundadores originales, fue para atraer a los indios por tantos nuevos dispositivos que podrían injertar a sus servicios regulares.