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CRUZANDO UN RÍO.

Era ya tarde, cuando me paré por última vez en la piedra de la esquina, de la terraza superior y miré el hermoso paisaje a mí alrededor. Era el centro de una poderosa llanura. Orientada al norte estaban los restos de una antigua carretera asfaltada yendo sobre la pradera y barranca a la ciudad,* claramente visible al pie de la Sierra Madre—y, todo alrededor, a unas millas de distancia, este, oeste y sur, se elevan altas montañas, entre cuyos pliegues del valle enclavadas las paredes blancas de haciendas que debía su fuerza y grandeza a la destrucción de las mismas ruinas en que estuve. Palacio, templo, tumba, fortificación, lo que haya sido (y a todos estos usos ha sido apropiado por la tribu adivinadora de anticuarios,) la pirámide de Xochicalco estaba situada noblemente en su día y generación, y ahora nadie visitará sus tambaleantes restos sin una mejor opinión de las razas desafortunadas que fueron empujadas a un lado para dejar espacio para el crecimiento y la expansión del poder europeo.


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TETECALA.

Era cerca de las 3, cuando otra vez tomamos nuestra marcha bajo un sol ardiente; y yendo con Pedro hasta después de que salieron mis compañeros, encontré, al llegar a la parte inferior de la colina, que ya estaban fuera de vista, y que todo rastro de ellos se perdía en el camino entre los árboles y arbustos. Grité—pero no hubo respuesta. Preguntó en la primera cabaña India que pasé, pero viajeros no habían ido por ahí; y, aunque tras seguir una distinta y aparentemente carretera recta, reconozco que estaba perdido. Para agregar a mi desasosiego, me había olvidado el nombre de la aldea en que íbamos a llegar. Sin embargo, era inútil, sentarse en el bosque, y por lo tanto, resolví seguir adelante con confianza que la ruta me llevaría a algún lugar. No había pasado más de media milla cuando me encontré con un rezagado de nuestro grupo—perdido, como yo—y trotamos juntos, en ocasiones gritando a nuestros compañeros y luego parándonos por un momento para respirar el aire cercano y sensual lleno de nubes de mosquitos y moscas que se asentaban en nuestras manos y rostros tan pronto como jalábamos nuestras bridas.

De repente, nuestro camino terminó al margen de una amplia corriente, que estaba crecida sobre los bancos por las últimas fuertes lluvias y corría con la rapidez de la carrera de un molino. En la orilla opuesta la carretera reapareció nuevamente, y juzgamos que esté era el curso del cruce.

Pedro, que montaba en un animal robusto, de largas patas, fue enviado por delante, y en parte nadando su animal y parte caminando, llegó a la orilla con seguridad. Seguí inmediatamente, pero mi caballo tenia patas cortas y estaba cansados de los esfuerzos que había hecho en la mañana. Apenas llegó el agua por encima de el cuando estaba flotando. Mantuve su cabeza


* Cuernavaca.