— Pues esto que ves — me dijo Florentino Sanz — sucede hace ya diez ó doce días.
Y él no le daba á todo ello la menor importancia.
Era un hombre afable, simpático, decidor corriente.
Tenía dos amigos íntimos, de toda intimidad: Robles y el oculista Delgado Jugo; se querían como tres hermanos.
Una mañana me convidaron á almorzar en casa del Duque de Baños. Acepté, porque almorzar no significaba nada, y además yo siempre he tenido amigos en todas partes.
Meneses vivía en la calle del Sacramento, en un caserón antiguo que hace esquina á la plaza del Cordón.
Vivía en gran señor; pero todo allí era muy raro. Sin darse uno cuenta, veníanle á la memoria los personajes de las novelas que había uno leído en su adolescencia. Recuerdo que en un cuarto había siete perros, que saludaban al dueño de la casa poniéndose en dos patas. Uno de ellos solía ir á Aranjuez á una sola indicación del amo, y le esperaba á la puerta del convento.
Sobre la chimenea había un pedazo de bizcocho.
Pasó una rata de un lado á otro del salón. El Duque la llamó, la rata se detuvo y esperó el pedazo de bizcocho, que le fué arrojado. — Lo hice el primer día que la ví pasar, dijo el Duque, y desde entonces somos buenos amigos.
¿No era todo esto muy extraño? Y con la fama de ser excepcional que el Duque tenía, á mí me lo parecía