DE CECILIA 101
rro oprimía su corazón y murmuró sorda- mente:
—¡ Patria, amor, amistad, fantasmas encan- tados de mi juventud, adiós para siempre! Vuestro recuerdo endulzará las horas de mi voluntario ostracismo,
Sacó de su cartera un ramito de secas vio- letas, único recuerdo que poseía de la mujer amada y sollozando lo llevó á los labios.
El buque empezaba á deslizarse, gallarda- mente sobre las tranquilas aguas.
xv
SIEMPRE LA MISMA CRUZ
A partir de aquel día, nadie supo lo que había sido de Eduardo y su recuerdo, revis- tiendo formas ideales en el corazón de Mar- garita llegó á convertirse en el más puro de los ensueños.
Toda imaginación de mujer joven tiene su héroe; en la de Margarita llegó á serlo Eduardo. Y, aunque sabemos que este héroe, á pesar de sus buenas cualidades, no estaba exento de defectos, ella no los reconocía; por el contrario complacíase en adorarlo con todos los méritos y todas las virtudes.
Y sin embargo, ¿podía afirmarse que la in-