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DE CECILIA

Otra mujer hubiera odiado á su esposo, que motivos tenía para ello; pero Margarita era un pobre ángel incapaz de abrigar sentimien- tos bastardos. Contentábase con llorar á so- las y refugiábase en el cariño de su hija y en el no menos grande que por su madre y hermanos tenía; sin embargo jamás confió á su familia sus pesares. Dios era su único confidente y la sostenía en sus horas más di- fíciles y crueles.

La familia de Gómez trataba de ser la me- nos gravosa posible á Real y podía decirse que ya no lo era. Rodolfo había obtenido un buen empleo, Julieta daba lecciones de bor- dado, pues lo había aprendido primorosa- mente, y otra niña, que contaba ya unos quince años, seguía la carrera del magiste- rio. En cuanto á los otros dos, aun eran ni- ños; pero su madre pensaba en que fueran seres útiles con el tiempo y los hacía estu- diar.

No podía negarse que todo aquel bienes- tar lo debían al esposo de Margarita por lo que le estaban profundamente agradecidos; y aunque la madre y sobre todo Julieta, com- prendían muy bien que la joven señora de Real no era completamente feliz, jamás ima- ginaron que tuviera graves pesares.

Eduardo era unos de los pocos hombres que no inpiraban sospechas á don Pedro, qui-