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Nunca en la carrera había sido tan tenazmente veloz como en aquella fuga.

Pero, ¿para qué huía?

La visión seguía en ancas del caballo, aferrándose de los hombros del desdeñoso fugitivo.

Ramón sentía en su mejilla la caricia de su tibio aliento, veía sus cabellos que flotaban al empuje de la carrera y de la brisa de la tarde, oía pronunciar su nombre con una voz dulce, tan dulce, que no podía ser de la tierra.

—No huyas, Ramón!... Escúchame!— seguía diciendo la fantástica compañera del ginete.

Y á cada palabra de aquellas, Ramón redoblaba, con el látigo y la espuela, los bríos de su caballo.

Así lo vieron llegar.

—¿Quién lo corre? ¿Qué le sucede? ¿Qué hay?—se preguntaban todos.

Pero no pudieron saberlo por entonces.

Al echar pie á tierra, Ramón perdió el sentido y rodó por el suelo.

Su enfermedad fué larga y terrible.

Padecía de accesos de locura que hacían dudar de que recobrase la razón.

Mucho tiempo después, convaleciente ya, refirió por vez primera su fantástica aventura.