naba á atar de una vez la tranquera, para montar su caballo y huir de aquel paraje.
Iba á poner el pie en el estribo, cuando oyó á Berta, que adelantándose siempre, le decía:
—¡Ramón!... No te vayas, Ramón!... Espérame...
El asustado Ramón no estaba para atender á aquellas súplicas de seres que eran ya del otro mundo.
Montó á caballo y picó la espuela.
Pero Berta no quería abandonarlo.
A distancia de diez pasos estaba del ginete que se preparaba á huir, y le bastó un salto instantáneo para sentarse en ancas del caballo, apoyando amorosamente sus manos sobre los hombros de Ramón, y asomando la cabeza por encima de uno de ellos, para mirar de cerca á su desdeñoso amante.
—Quiero ir contigo! dijo la visión de Berta.
El ginete pudo apenas oir estas palabras. Se hallaba aturdido por el terror.
Soltó la brida á su caballo, picó nerviosamente la espuela, y se lanzó al través del campo en una carrera desesperada.
El noble animal comprendía las agitaciones de que era presa su dueño; y no corría, volaba sobre los caminos.
De sus fauces humeantes, la respiración parecía salir á borbotones.
No le vencía el cansancio.