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caricias del espléndido sol otoñal. Pronto llegó la comitiva á los primeros ranchos de los alrededores, y media hora después entró á las calles del pueblo.

X era un lugar muy reducido. Tenía en el centro una plaza formada sobre una manzana de terreno, donde algunos árboles y escasas plantas, crecían á su antojo, estendiendo sus ramas enmarañadas y brindando al transeunte sus flores sin perfume. Alrededor de la plaza, se amontonaban algunas casas de material, sin reboques ni blanqueos. A una cuadra de la plaza, y por todos lados, el pueblo terminaba, y se estendía la pampa. Sobre aquel hacinamiento de casas, amontonadas como un rebaño en medio del campo, se levantaba el blanco campanario de la iglesia, donde, en las horas en que no se repicaba, los pájaros hacían estación, deteniéndose en los brazos de una cruz de hierro.

La comitiva llegó al atrio de esta iglesia. El padre de Dolores había hecho todas las diligencias necesarias para que la ceremonia fuese verificada. Dispensa del Papa, dichos, amonestaciones,—todos los preceptos de la Iglesia se habían cumplido.

Los novios entraron á la sacristía, seguidos por la comitiva, y pasaron de allí al altar. Por los cristales de colores de las ventanas abiertas en los muros laterales de la iglesia, penetraba una claridad indecisa, que daba misterio al santuario. El sacerdote bendijo la unión de Dolores y Carlos, les repitió los mútuos deberes que imponía el vínculo conyugal, y pidió al cielo días felices para los jóvenes esposos.