Habíamos llegado al puesto del viejo Valentín, é hicimos alto para reposar algunos momentos de las fatigas del viaje.
La mañana era hermosísima, de cielo despejado y limpio como una cúpula de esmalte celeste, chispeando á los rayos de un sol primaveral.
Sobre las verdes lomas; la húmeda grama tendía un manto de esmeraldas; y pastaban sobre él los animales dispersos, tranquilos, en una santa paz de que no gozan los hombres.
Por algo en la antigüedad se adoraba al buey, al buey manso y trabajador, vigoroso y pacifico.
¿No sería acaso un ideal para las muchedumbres, ensordecidas por el clamoreo de los combates, cansadas de las luchas que devastaban sus hogares?
Pero, dejemos al buey rumiando la fresca yerba y á la oveja balando en la colina, y reanudemos el hilo de la narración.
Hicimos alto, como decíamos, en el puesto del viejo Valentín.
Era á inmediaciones del Rosario Oriental, una de