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Cuando recobró el sentido, su espíritu, aturdido todavía por la escena sangrienta, sentía el mareo del remordimiento.

Valentín tenía impresa en la imaginación la actitud suplicante de la víctima.

Al llegar la tarde, recibió su ración en el plato de hojalata, y sus alucinaciones le hicieron ver la mano con que la víctima quiso sujetar el brazo.

Aquella mano estaba abierta sobre el plato.

No comió, ni al día siguiente tampoco.

La mano aparecía siempre sobre el plato en el momento en que él iba á levantar el bocado.

Parecía que quisiera arrebatarle el alimento, disputarle la vida.

Acosado por el hambre, Valentín se decidió á comer, al tercer día, pero ya no recibía su ración en el plato sinó en la mano.

La comía sin mirarla.

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Han pasado muchos años y desde entonces, Valentín, viejo ya, no se ha sentado jamás á la mesa del hogar.

Come, distrayéndose en solitarios paseos.

El viejo Valentín vive aun en sus campos del Estado Oriental, y pasa allí las plácidas horas de una vejez patriarcal, turbadas solo por la mano de la víctima.