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Una parda sirviente, gruesa y entrada en años, lenta y chancletuda para caminar, dormitaba de pié en uno de los ángulos del comedor, con los brazos cruzados sobre el pecho.

—Fortunata!—dijo la señora.—Es hora de que nos dés un mate.

—Sí, señora!—balbuceó la parda, despertando de su modorra.

Y echó mano al pestillo de la puerta.

Abrió, y salió al patio.



Unos segundos después, volvió Fortunata á entrar al comedor, toda azorada, temblando de pies á cabeza, tartamudeando para hablar, casi sin voz.

—Se...ño...ra!... se...ño...ra! Qué.... Qué perro, señora!—dijo penosamente Fortunata.

—Vaya con la nena!—exclamó la señora con enfado.—Vaya con la nena! se asusta de un perro. Qué mujer guapa!

—Ah! señora!—prosiguió la asustada mujer,—usted no lo ha visto.

—Aunque lo hubiese visto! ¿Es acaso motivo para asustarse? ¿Para hacer tantas mojigangas?—replicó la patrona.

—Es un perro muy grande, señora. Es como para asustarse,—replicó Fortunata con los ojos como dos brasas.