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Arrellenada en un sillón de paja, vestida de batón blanco, la cabeza inclinada sobre el pecho, con la cabellera suelta, que parecía tallada en ébano por el fino buril de un artista, cruzadas las manos sobre las faldas, recibía la caricia del sol, cuyos rayos filtraban al través de los cristales de una ventana.

Berta podía ver desde allí las plantas que crecían en su jardincito, y las primeras flores que la primavera asomaba por entre las tupidas hojas.

¡Cómo sentía no poder ella misma cuidarlas como antes, arrancar las ramitas secas, regar la tierra fragante que cubría sus tiernas raíces!

Se consolaba viéndolas de lejos, acariciándolas con la mirada.

Allá, entre aquellas hojitas largas y de un verde ceniciento, despertaban las flores de los alelíes. Más allá, los rosales se cargaban de botones; los jacintos abrían sus campanillas blancas de vetas azuladas; los nardos levantaban sus varas cimbradoras; nacían los claveles disciplinados, los olorosos jazmines, la fría belleza de las camelias: era la naturaleza que, despertando de su letargo, prendía las primeras flores en la lozana cabellera de sus hojas.

Berta contemplaba la resurrección de esa vida, mientras la suya desfallecía, se iba... se iba... quizás allá, á aquel cielo azul, resplandeciente, celeste como el amor, grande como las aspiraciones de la eternidad.

Allí, en aquel mismo sillón de paja, fué donde murió.