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La infeliz mujér, que había presenciado aquella fantástica aparición, no pudo dejar de referirla al doctor.

Este, rió mucho al principio, tratando de convencer á la paisana de que había sido víctima de una alucinación, y nada más.

Pero los minuciosos detalles que el ama del niño seguía dando al médico, comenzaron pronto á causar otro efecto.

—Poco antes,—decía la mujer,—Juan, el quintero, había oido llorar mucho al niño, y después del llanto vino el canto de que ya le he hablado. Nos habremos alucinado todos en esta casa!

Y en seguida, comenzó á hacer la más minuciosa descripción de la fantástica aparición.

El doctor le escuchaba atentamente.

—Tenía los ojos negros, muy negros y muy hermosos,—decía la paisana.—Cabello también muy negro y muy sedoso. La boca muy chica, las mejillas muy rosadas. Un lunar aquí,—agregó tocándose la mejilla derecha.

—Era mi mujer!—exclamó de pronto el doctor, saltando de la silla.

—Ya me parecía á mi,—exclamó á su vez la paisana,—que esa debía ser la mamá del niño.

—¿Y que tú no la conocías?

—Una sola vez la había visto.

—Pues era mi mujer, sí, era mi mujer, la que vino á cuidar su hijito mientras tú saliste!—decía el doctor con entusiasmo.

Y acercándose al niño que dormía en la cuna, le cubrió de besos.