Esta era una de las cosas que más preocupaban al héroe del episodio, porque afectaban su amor propio, y le demostraban cómo es posible que, quién más seguro está de una cosa, llegue muy bien á engañarse.
El ginete y su caballo atravesaban un pajonal.
Y aquí viene otra cosa que, si no es inverosímil, poco le falta.
A cada paso del ginete, el pajonal crecía y alcanzaba á una altura nunca vista.
Esto lo decía Máximo Perez; téngase bien presente que no es invención del narrador.
El caudillo sujeto el galope de su colorado, y parándose sobre los estribos, tendió una mirada investigadora á su alrededor.
No había más; estaba perdido.
¿Qué partido tomar?
Había uno, y era el mejor.
Dejar que el animal volviese á la querencia, llevado por el instinto.
Ese partido tomó; pero el caballo siguió internándose en el pajonal, paso á paso.
De pronto, en medio de aquel silencio que reinaba en la noche, oyó Máximo Perez los vagidos de un niño.
Aquellos vagidos fueron haciéndose cada vez más perceptibles, hasta que se oyeron á las patas mismas del caballo.
Este se detuvo.
El ginete miró al suelo y vió un niño, abandonado