sin duda por el desamor de alguna madre sin entrañas.
Apeóse, y lo recojió.
Bien envuelto en el poncho, para resguardarlo del aire frio de la noche, lo tomó en brazos, y volvió á montar.
Seguía perdido.
Pero el caballo, volviendo sobre el camino andado, tomó el de la querencia.
Al salir del pajonal, se tendió al galope.
Poco á poco, iba Máximo Perez dándose cuenta de los parajes que atravesaba.
Llegó á asegurarse del lugar en que estaba.
Cuidadosamente recostado junto á su pecho llevaba en el brazo el poncho en que iba envuelto el niño, mientras con la mano derecha sostenía la rienda.
Así llegó á la casa, y apeándose del caballo, lo desensilló, y entró al comedor, donde su mujer se encontraba en amistosa plática con algunas huéspedes.
—¿Viste á don Braulio?—le preguntó á Máximo Perez.
—¡Qué he de ver, mujer, si me ha pasado la cosa más rara!
—¿Qué fué, Máximo?
—Que me perdí.
—¿Dónde?