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—En un pajonal.... y aquí te traigo lo que encontré,—dijo el caudillo ofreciendo á su mujer la envoltura que traía en el brazo.

Se oyó otra vez el vagido de un niño recién nacido.

Las mujeres desenvolvieron el poncho y ¡oh horror! no había tal niño!

Aquello era una tibia, una canilla de cristiano, como dice la gente del campo.

Máximo Perez no podía volver de su estupor.

Recordaba y refería punto por punto los incidentes de aquella noche, el sitio del hallazgo, los vagidos que habla oido, y no podía explicarse cómo aquello que era un niño recogido en el campo, podía convertirse, con solo meterlo dentro de un poncho, en una canilla de cristiano.

¿Cómo podía explicarse esa transformación misteriosa?

No había razón suficiente.

Nunca la hay para que sucedan cosas sobrenaturales.

Las mujeres no podían contener sus exclamaciones de espanto, y se hacían cruces á cada instante.

—Estas son cosas del diablo, Don Máximo,—decían-no le quede duda: son cosas del diablo.

¿Piensa lo mismo el lector?

Quizá no; pero, para Máximo Perez fué aquella una explicación atendible.