crear un adjetivo, preciso para nosotros, creamos los adjetivos incásico é incáico. El primero lo empleamos en la acepción de lo que, en general, se refiere á los antiguos soberanos; y el segundo, al tratar de determinado inca. Así llamamos al Cuzco la ciudad de los incas, porque fué la residencia oficial de ellos; y á Cajamarca la ciudad del inca, porque en ella, ciudad hasta entonces de segundo orden en la monarquía, se desarrolló el episodio más trascendental de la conquista con la prisión y muerte de un rey. Filológicamente está bien estudiada la formación de ambos adjetivos, y al aceptarlos habría procedido la Academia con acierto, no sólo lingüístico sino político. Y que tales adjetivos eran imprescindibles en el lenguaje lo comprueba el que los eminentes escritores españoles don Marcos Jimenez de la Espada y don Justo Zaragoza, que en asuntos historiales de América se ocupan, crearon las voces inqueño é incano, nunca empleadas en el Perú.
La autoridad indiscutible é inapelable en la cuestión era la del uso generalizado en América, y esta autoridad imponía la aceptación de incásico é incáico, voces ambas de correcta formación, esencialmente la primera. La Real Academia, en la que ninguno de sus miembros ha visitado el Perú, decidió que sólo era admisible el adjetivo incáico, lo que implicaba una decisión caprichosamente autoritaria, que nos ha hecho sonreír á los peruanos como cuando, en la última edición del Diccionario, vimos consignado el peruanismo cachazpari, en vez de cacharpari, y sora, en lugar de jora, resultando dos hijos desconocidos para sus legítimos padres. Ser académico no es ser infalible ni omnisciente.
Pero en el seno mismo de la Academia ha encontrado el adjetivo incáico un rebelde en don Marcelino Menéndez y Pelayo que, en el tomo tercero de la Antología, publigado un año después de la autocrá-