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chos de la gran epopeya; y, en sus relatos, apesar de la pasión, había mucho de cariño para aquellos á quienes lealmente vencieron en Junín y Ayacucho. Nos llegó el turno de reemplazar á nuestros mayores en el escenario social, y la juventud á que yo pertenecí fué altamente hispanófila. El nombre de España, aunque no siempre para ensalzarlo, estaba constantemente en nuestros labios; y en las representaciones del Pelayo aplaudíamos con delirio los versos del gran Quintana, como si fuesen nuestros el protagonista y el poeta, y nuestra la patria en que se desarrolla la tragedia. La vida colonial estaba todavía demasiado cerca de nosotros, y sólo el correr del tiempo conseguiría destruir la influencia y el prestigio que sobre el espíritu ejerce la tradición. Yo alcancé días en los que, á los republicanos nuevos, no chocaba oír en la calle este saludo. —Adiós, señor marqués —Abur, señor conde.

La generación llamada á reemplazarnos no abriga amor ni odio por España: la es indiferente. Apenas si ha leído á Cervantes. Su nutrición intelectual la busca en lecturas francesas y alemanas. Díganlo los modernistas, decadentes, parnasianos y demás afiliados en las nuevas escuelas literarias.

Los americanos de la generación que se va, vivíamos (principalmente los de las repúblicas de Colombia, Centro-América y el Perú) enamorados de la lengua de Castilla. Eramos más papistas que el Papa, si cabe en cuestión de idioma la frase. Los trabajos más serios que sobre la lengua se han escrito en nuestro siglo, son fruto de plumas americanas. Baste nombrar á Bello, Irisarri, Baralt, los Cuervo y, como estilista, á Juan Montalvo.

El lazo más fuerte, el único quizá que hoy por hoy, nos une con España, es el del idioma. Y sin embargo, es España la que se empeña en romperlo, hasta hiriendo susceptibilidades de nacionalismo. Si