Augusto se sentó.
–¡Ven acá! –la dijo.
Levantóse ella cual movida por un resorte, como una hipnótica sugestionada, con la respiración anhelante. Cogióla él, la sentó sobre sus rodillas, la apretó fuertemente a su pecho, y teniendo su mejilla apretada contra la mejilla de la muchacha, que echaba fuego, estalló diciendo:
–¡Ay, Rosario, Rosario, yo no sé lo que me pasa, yo no sé lo que es de mí! Esa mujer que tú dices que es mala, sin conocerla, me ha vuelto ciego al darme la vista. Yo no vivía, y ahora vivo; pero ahora que vivo es cuando siento lo que es morir. Tengo que defenderme de esa mujer, tengo que defenderme de su mirada. ¿Me ayudarás tú, Rosario, me ayudarás a que de ella me defienda?
Un ¡sí! tenuísimo, con susurro que parecía venir de otro mundo, rozó el oído de Augusto.
–Yo ya no sé lo que me pasa, Rosario, ni lo que digo, ni lo que hago, ni lo que pienso; yo ya no sé si estoy o no enamorado de esa mujer, de esa mujer a la que llamas mala...
–Es que yo, don Augusto...
–Augusto, Augusto...
–Es que yo, Augusto...
–Bueno, cállate, basta –y cerraba él los ojos–, no digas nada, déjame hablar solo, conmigo mismo. Así he vivido desde que se murió