mi madre, conmigo mismo, nada más que conmigo; es decir, dormido. Y no he sabido lo que es dormir juntamente, dormir dos un mismo sueño. ¡Dormir juntos! No estar juntos durmiendo cada cual su sueño, ¡no!, sino dormir juntos, ¡dormir juntos el mismo sueño! ¿Y si durmiéramos tú y yo, Rosario, el mismo sueño?
–Y esa mujer... –empezó la pobre chica, temblando entre los brazos de Augusto y con lágrimas en la voz.
–Esa mujer, Rosario, no me quiere... no me quiere... no me quiere... Pero ella me ha enseñado que hay otras mujeres, por ella he sabido que hay otras mujeres... y alguna podrá quererme... ¿Me querrás tú, Rosario, dime, me querrás tú? –y la apretaba como loco contra su pecho.
–Creo que sí... que le querré...
–¡Que te querré, Rosario, que te querré!
–Que te querré...
–¡Así, así, Rosario, así! ¡Eh!
En aquel momento se abrió la puerta, apareció Liduvina, y exclamando: ¡ah!, volvió a cerrarla. Augusto se turbó mucho más que Rosario, la cual, poniéndose rápidamente en pie, se atusó el pelo, se sacudió el cuerpo y con voz entrecortada dijo:
–Bueno, señorito, ¿hacemos la cuenta?
–Sí, tienes razón. Pero volverás, eh, volverás.