–Sí, volveré.
–¿Y me perdonas todo?, ¿me lo perdonas?
–¿Perdonarle... qué?
–Esto, esto... Ha sido una locura. ¿Me lo perdonas?
–Yo no tengo nada que perdonarle, señorito. Y lo que debe hacer es no pensar en esa mujer.
–Y tú, ¿pensarás en mí?
–Vaya, que tengo que irme.
Arreglaron la cuenta y Rosario se fue. Y apenas se había ido entró Liduvina:
–¿No me preguntaba usted el otro día, señorito, en qué se conoce si un hombre está o no enamorado?
–En efecto.
–Y le dije en que hace o dice tonterías. Pues bien, ahora puedo asegurarle que usted está enamorado.
–Pero ¿de quién?, ¿de Rosario?
–¿De Rosario...? ¡Quiá! ¡De la otra!
–Y ¿de dónde sacas eso, Liduvina?
–¡Bah! Usted ha estado diciendo y haciendo a esta lo que no pudo decir ni hacer a la otra.
–Pero ¿tú te crees...?
–No, no, si ya me supongo que no ha pasado a mayores; pero...
–¡Liduvina, Liduvina! –Como usted quiera, señorito.
El pobre fue a acostarse ardiéndole la ca-