—Es que el juego no es sino distracción.
—Entonces, ¿qué más da distraerse de un modo o de otro?
—Hombre, de jugar, jugar bien.
—¿Y por qué no jugar mal? ¿Y qué es jugar bien y qué jugar mal? ¿Por qué no hemos de mover estas piezas de otro modo que como las movemos?
—Esto es la tesis, Augusto amigo, según tú, filósofo conspicuo, me has enseñado.
—Bueno, pues voy a darte una gran noticia.
—¡Venga!
—Pero, asómbrate, chico.
—Yo no soy de los que se asombran a priori o de antemano.
—Pues allá va: ¿sabes lo que me pasa?
—Que cada vez estás más distraído.
—Pues me pasa que me he enamorado.
—Bah, eso ya lo sabía yo.
—¿Cómo que lo sabías...?
—Naturalmente, tú estás enamorado ab origine, desde que naciste; tienes un amorío innato.
—Sí, el amor nace con nosotros cuando nacemos.
—No he dicho amor, sino amorío. Y ya sabía yo, sin que tuvieras que decírmelo, que estabas enamorado o más bien enamoriscado. Lo sabía mejor que tú mismo.
—Pero ¿de quién? Dime, ¿de quién?